Sara Milena acaba de llegar a este mundo. Tiene apenas 20 días. Su madre, Tania Herrera, aún vive con sus padres, que son a la vez el sustento laboral de un hogar ecuatoriano en donde entran de cinco a siete dólares diarios para alimentar a cinco adultos y mantener a la recién llegada.
Ellos son de la provincia andina de Cotopaxi y viven en la capital hace varios años. Ajena a su entorno, la niña lacta con insistencia y emite pequeños gemidos como reclamando que le acomoden para seguir en lo suyo. Esos ingresos se estiran cada jornada para dar de comer a los mayores dos veces al día: en la mañana café con un pan, cuando hay, y en la noche un plato de arroz, o quizá no. Solo de vez en cuando, la familia logra comprar carne de pollo.
El secretario del programa gubernamental Ecuador Crece sin Desnutrición, Erwin Ronquillo, en diálogo con The Associated Press dimensionó el problema de la desnutrición crónica infantil en Ecuador. Está “en todo el país” y en todos los estratos económicos, pero en las zonas rurales la situación es mucho más compleja.
Las poblaciones indígenas se llevan la peor parte. Esa realidad ha convertido a Ecuador en el segundo país de Latinoamérica con la tasa más alta de desnutrición crónica infantil, después de Guatemala.
De acuerdo con cifras del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), uno de cada tres niños ecuatorianos padece desnutrición, de ellos un 40,7% son indígenas y están en el rango de desnutrición crónica y en el 21,9%, de esos casos, hay afectación en su desempeño educativo y de aprendizaje. Los indígenas representan el 7 % del total de ecuatorianos según el último censo oficial de 2010.
Neiri Espinosa, una madre abandonada por su pareja que vive en un apartado barrio de la capital, Pisulí, aseguró que sus hijos, de 8 y 4 años, no suelen comer carne. Alguna vez hay pollo, porque es más barato. “Es difícil conseguir algún trabajo (de empleada de casa), peor después de la pandemia”, justifica su situación. “A veces la vecina de la tienda (de comestibles) ya no fía y muchas veces pasamos con agua de panela para engañar a la barriga”, describe la precariedad.
Sus dos hijos aparentan tener menos edad, por su baja estatura y la significativa delgadez de la niña más pequeña.
El responsable del programa del gobierno para la desnutrición aseguró que uno de los principales factores para detectar este problema son la talla baja, que se considera el marcador principal, y los problemas de aprendizaje. Dice que por eso hacen llamados permanentes a las madres para que acudan a los controles prenatales y de desarrollo infantil. Y como no todas lo hacen, también hay brigadas que las visitan en casa.
Mónica Cabrera, educadora familiar del ministerio de Inclusión Social señaló al hablar con AP en el barrio Camal Metropolitano, del extremo sur de la capital, que esa zona es de alto riesgo y que le han robado varias veces. Aún así, debe llegar a la casa de los padres de al menos 25 madres jóvenes, entre las que hay dos menores de edad, de 15 y 17 años. Su trabajo es apoyarlas mientras están en su proceso de maternidad y con los niños de hasta un año de vida.
Conocedora de las limitaciones económicas de ese sector, Cabrera reconoció que en el entorno viven familias muy pobres y, por lo general, son migrantes indígenas o campesinos que se dedican al reciclaje, que manufacturan ladrillos o que se dedican a la venta ambulante. “Los que más tienen, se dan el lujo de comer dos veces al día”, retrata. Pero también, sabe la educadora, hay familias que comen una sola vez y a veces ni siquiera eso.
Es todo lo que alcanza tras una jornada promedio de 11 a 12 horas diarias con unas ganancia de seis dólares diarios. Poco más.
Lo mismo que describen los funcionarios y las familias que lo viven, lo recoge Unicef en su último informe. El 50% de los hogares con niños, en un país de 18 millones de habitantes, tuvo dificultad para acceder a los alimentos necesarios en 2021 a raíz de la pandemia. Y, en consecuencia, el 27% de los niños ve comprometido su desarrollo debido a la desnutrición crónica infantil.
A la falta o escasez de alimentos, se suma que el 72,3% de los infantes carece de servicios básicos para el desarrollo infantil, como la salud y la educación.
El gobierno del presidente Guillermo Lasso, un ex banquero de derecha, se ha comprometido a combatir la desnutrición crónica mediante la intervención en áreas como salud, familia, educación y de orientación, con una inversión de 350 millones de dólares al año.
Parte de ese apoyo se traduce en los 50 dólares mensuales que recibe Tania, la madre de la bebé de apenas 20 días de nacida, a cambio de que se comprometa a acudir a todos los controles infantiles a los que sea llamada Sara Milena. La maternidad archivó, quizá definitivamente, el sueño de la joven madre de convertirse en soldado.
Ahora se aferra a la esperanza de volver algún día a trabajar en una fábrica artesanal de papas y plátanos fritos donde, antes de dar a luz, permanecía encerrada por más de 10 horas dentro de un contenedor.
Katherine Gualotuña, de 22 años, vive en una vivienda de madera y plástico, al filo de una quebrada en la población rural de Zámbiza, al noreste de Quito. Nada más entrar, embriaga un intenso olor a humedad en esa construcción de no más de 25 metros cuadrados. No hay ventanas, tan solo una puerta cubierta por una cortina.
“Es que la quebrada está retrocediendo y nos quedamos sin casa, por eso estamos aquí”, explica, mientras tiene sobre su regazo a Arleth Paulette, de cuatro meses. “Han sido cuatro meses muy cansados, pero bonitos, estamos felices con la nena”, aseguró. La falta de condiciones mínimas de vivienda ahonda los factores que afectan al desarrollo infantil.
Ella está haciendo la tesis para graduarse de tecnóloga en mecánica industrial, pero la llegada de la niña ha significado nuevos gastos para la escasa economía de la familia. La madre de Katherine y abuela de la infante hace lo que puede para aportar con lo que saca de la venta ambulante de comida en el parque central de la capital. Su padre es parte del personal de limpieza del municipio.
Su mayor anhelo es tener “plata para salir de aquí y construir una casita”, reflexiona la joven de 22 años. Salir de un terreno excavado en medio de paredes de tierra de la misma quebrada de no más de nueve metros cuadrados.